Monte Olivo es una pequeña ciudad, en el interior del estado de Carolina del Norte, aquí en los Estados Unidos; una ciudad sin mucho atractivo, simple, llena de sembríos de frijoles y tabaco. Aquí en Monte Olivo hay una iglesia formada mayormente por guatemaltecos, gente también simple, pero de un corazón tamaño del mundo. El otro día almorcé en la casa de uno de ellos y me contaba la historia de su conversión. En aquella época él ganaba 300 dólares por semana y con eso mantenía a la esposa y a los dos pequeños hijos, quiere decir, intentaba mantenerlos, porque además de ser una pequeña cantidad de dinero la que recibía por semana, lo gastaba todo con los amigos y la bebida.
Un domingo llegó a casa al anochecer. Había recibido su pago el viernes de tarde y se había puesto a beber con los amigos hasta el domingo. El lunes de mañana despertó para ir al trabajo, el cuerpo adolorido, el sabor amargo de la derrota en la boca y la resaca sacudiéndole el alma. Al salir de casa notó que los hijos y la esposa no tenían qué comer. La esposa simplemente lo miraba y no decía nada, estaba ahí en un rincón de la sala, como resignada a esa triste situación. Los niños pequeños, observándolo asustados, como si mirasen a una persona extraña que nada tenía que ver con ellos.
-Pastor-me dijo el muchacho, con los ojos llenos de lágrimas- no pude resistir más. Sentí como un puñal clavado en mis carnes. ¿Qué estaba haciendo yo con esa mujer y con esos niños? Salí como un loco, corrí por las calles de la ciudad, entré a una iglesia y me entregué a Jesús. Ese día llegué tarde al trabajo, pero ese día mi vida cambió definitivamente. Dios obró un milagro en mi vida.
Almorcé con esa linda familia el jueves. Una familia feliz. Los ojitos de los niños brillaban de emoción, miraban a su padre como si fuese un gran héroe; la esposa también lo miraba con ojos llenos de amor y admiración. Y yo, a un lado de la mesa sentía el corazón apretado al ver un milagro más realizado por Jesús.
Después me fui, andando, pensando en la vida. Levanté los ojos al cielo y me pareció ver el rostro de Jesús preguntándome: “¿Crees que valió la pena haber muerto en la cruz?
Nada dije. Apenas sonreí y continué andando, tenía que prepararme para el mensaje de la noche. Lo que Jesús hiso por nosotros no puede permanecer escondido, hay que predicarlo a voz en cuello. Un abrazo.