Es temprano en Salt Lake City. Mi vuelo para Tucson sale dentro de pocos minutos y siento que debo responder una pregunta que alguien hizo en mi blog. ¿Por qué cuando más necesitas de respuestas, Dios guarda silencio?
La respuesta más simple sería: “Dios siempre sabe lo que hace.” Y es justamente en el hecho de que “Dios siempre sabe lo que hace,” que los cristianos se refugian para soportar el dolor, que muchas veces los asfixia.
A lo largo de la Biblia encontramos muchas ocasiones en las que Dios guardó silencio. Juan el Bautista, por ejemplo, murió, prácticamente abandonado, esperando una visita de Jesús. Job pasó por el valle de la aflicción y de la muerte y en ningún momento Dios le dijo por que permitía que sufriese.
De una cosa estoy seguro. Dios te ama mucho. Lo que más quiere es que tú seas feliz y si, a pesar de amarte, permite que el dolor toque tu vida es porque en su infinita sabiduría, tiene algo mejor preparado para ti. Aunque en este momento no lo entiendas.
Delante de mi respuesta tal vez te preguntes. ¿Cuál es entonces, el valor de la fe? ¿Para qué llega Jesús a mi vida? Ah querido, la fe no existe para que las dificultades de la vida desaparezcan, sino para que ellas no te destruyan. Jesús dijo: “En el mundo siempre tendréis aflicciones, mas confiad, yo he vencido al mundo.”
Un ejemplo de eso es lo que sucedió con Pedro, en el mar de Galilea. Era una noche oscura. Había tormenta, vientos contrarios, oscuridad y olas gigantescas. Pedro y los otros discípulos pensaban que habían llegado al fin. Y clamaron a Jesús.
El Señor siempre aparece cuando clamas a Él. Jesús apareció aquella noche, pero la tormenta no desapareció.
¿Quiere decir que cuando Jesús aparece no siempre las dificultades de la vida desaparecen? Exactamente.
Pero algo extraordinario sucedió aquella noche. El miedo, el desánimo y la desesperación desaparecieron del corazón de los discípulos, y el medroso Pedro, transformado por el poder de la fe, fue capaz de andar victorioso por encima de las dificultades. Ese es el valor de la fe.
Dios no quiere hijos débiles. Él no corre al primer grito del nene que lora. Él quiere cristianos fuertes, como las palmeras, formados en medio de las inclemencias del desierto, de los vientos y del sol.
Entonces, cuando Dios no responde la pregunta que le haces en el momento de las lágrimas, permítele a Dios seguir trabajando en silencio, lapidando tu vida en el esmeril del dolor para producir un bello diamante. Tú vales mucho más que un millón de diamantes. ¡Tú eres el sueño de Dios! Estoy orando por ti. Que Dios te bendiga.
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